POEMAS DESDE CHURCH STREET

(UN OBSERVATORIO DEL CORAZÓN)

 

 por

 

Yoel Mesa Falcón

 

     Poemas desde Church Street es el título del séptimo poemario de la escritora cubana radicada en Estados Unidos Maricel Mayor Marsán, editado en septiembre de 2006 por Ediciones Baquiana. Lo primero que quiero destacar es que Maricel, siendo una poeta del exilio cubano, se deslinda —al menos en el poemario que presentamos hoy— de esa emigración llorona de nostalgias infinitas que sufre tanta gente y hasta parece estar de moda entre algunos círculos cubanos. Hay personas que parecen no entender que no existe la máquina del tiempo. Es preciso saber integrar el pasado al presente y el presente al porvenir. Sólo así nos comportamos como seres racionales. De modo que, para poder seguir siendo poetas —actitud vital que tiene como premisa estar abierto al mundo— hay que acudir como piedra de toque a la racionalidad, independientemente de que, a la hora del encuentro con las musas, abrir la espita de la irracionalidad sea ventaja y quizás condición necesaria.

     Del llanto y la lamentación nace buena poesía, pero hay que llamarse Jeremías o ser un romántico del siglo XIX. Y es magnífico, si tuviste que abandonar tu isla de nacimiento porque la vida cotidiana se convirtió en un tormento, saber apartar de la mente y del corazón nostalgias, melancolías, remordimientos, deseos imposibles y un largo etcétera; lograr que en intensidad, frecuencia y duración esa morriña vaya alfilerando menos en ti, lo que no quiere decir renunciar al amor, profundo e imbatible, de uno por su patria; la cual también aflorará, una y otra vez y de mil modos sutiles, en tu obra.

     Estar abierto al mundo: para ello hay que tener libertad interior, que ese delicioso espacio aéreo entre las vértebras del espíritu no esté ocupado por un ritornello matador del horizonte. Es maravilloso poder escribir en cualquier parte del mundo sobre cualquier tema. Para el emigrado es imperativo hacer gozoso el exilio hasta donde sea posible. Hay que entender que desde el momento en que se abandona la tierra natal uno deja de ser, por fuerza, esa “persona sedentaria” que fue, con todos los hábitos vitales que ello implica. Estás obligado a ser un descubridor constante, una especie de navegante genovés del mundo ajeno, lo que Julio Cortázar llamaba un aventurero del espíritu. Y hacer de ese afán de descubrimiento la razón de la vida y del arte que practiquemos.

     Eso es alcanzar lo tantas veces dicho: ser universal sin perder las raíces, ser como el papalote que, confundido con el cielo, sigue unido a las manos del niño.

     En el libro que nos ocupa, Maricel demuestra su capacidad de preocuparse por dolores ajenos y no sólo del propio. El nombre de esto es piedad, caridad, desprendimiento, generosidad, amplitud de corazón. Pero el tema del poemario no es sólo la tragedia septembrina, sino el eterno vibrar, la capacidad inigualable de hacer sentir al extraño como en casa a pesar de ser una urbe descomunal y vertiginosa, ese sello distintivo de una ciudad llamada Nueva York.

     De todos es sabido que la poesía bucólica quedó atrás y que desde Baudelaire primero y Eliot después el asfalto, la prisa, los desconocidos que se cruzan con nosotros, la sensación de extrañeza —y también de impunidad, verse libre al fin del chismorreo del barrio— equilibrada por la sensación de libertad y posibilidades casi infinitas, ese caos que puede aturdir pero también encantar, ha pasado a ser sino el tema al menos el telón de fondo de la poesía.

     Para penetrar en el alma de una ciudad ajena hay que hacerlo con ojos de recién nacido —premisa de todo arte—, en este caso de recién llegado, de quien está de paso. Tiene por otra parte la multinovelada y multifilmada ciudad del Hudson ilustres antecedentes poéticos: José Hierro y por supuesto García Lorca, que recurrió al surrealismo para develar los arcanos de la deslumbrante ciudad.

     Para captar una ciudad hay que hacer lo que René Portocarrero con La Habana: amalgamaba diversas visiones, nos daba diversos ángulos simultáneos de la urbe (como hacía Picasso con los rostros) hasta obtener una multiplicidad, La Habana vista por Argos. Y después ponía en un rincón del cuadro a una mujer peculiar. Esa mujer de prodigioso sombrero y bajo una sombrilla instalada en el mejor observatorio que puede tener una ciudad, que es una esquina —más propicio que una azotea o un balcón, porque te hieren brisa, olores, ruido de pasos y retazos de conversación, eres parte—, esa mujer eres tú, Maricel, espía del mundo como aquel título de Papini, anotando en tu cabecita de cubana todo lo que entra a los sentidos.

     Desde esa esquina metafísica te acercas, Maricel, al dolor y al gozo, al vibrar, a la vida que bulle. Es un observatorio que está en el corazón.

     El ángulo desde el cual el presente poemario accede a los recovecos humanos de aquel septiembre es el callado sufrir más que el desastre en sí, y éste es uno de los méritos de la obra. Y también te acercas a los héroes anónimos, como en el poema “Los macabeos de la Zona Cero”: “La perpetuidad es el nombre / en un templo sin paredes”. La ciudad toda se ha convertido en un templo por el luto colectivo. Aquí se dice una gran verdad: cada vez que nuestra ordinaria vida toca lo sagrado, el espacio donde estamos se torna templo.

     Manhattan se ha convertido en un “gigantesco y etéreo ataúd colectivo”. También se habla de “cuerpos evaporados por la égida de la maldad”. Aquello en lo que puede convertirse el ser humano en un tiempo ínfimo queda expresado en los versos “Ahora aspiro en el aire y te respiro, / eres el polvo consagrado en las siluetas”. No podía faltar una reflexión sobre la muerte: “La muerte es más común que la vida, / no hay duda, en cualquier esquina se anida”. Llega un momento en que realidad e ilusión parecen fundirse en un espejismo: “Veo pasar a mi lado una sombra, / viene de lejos, tan lejos, / como la imaginación que me persigue”. Se han poetizado testimonios de personas concretas, como en “George, el taxista”. “Imanil, el asistente de mesero” es un poema que nos da bellamente el dolor de quedarse uno y que se haya ido la persona entrañable. “De ganas y desdichas” nos hace sentir el dolor de una madre por la pérdida del hijo por medio de sinécdoques: “Se alumbra un vientre, crece, / vence a fuerza de dientes / de leche, fresas o cerezas”. Uno de los versos culminantes de este reflexionar es “La vida nos diezma por minutos”, del poema “Parábola infecunda”.

     El poema titulado “A la hora del té en Chelsea” es una hermosa manera de rememorar a quien no volverá, sin espasmos ni lágrimas. Con aparente distancia, la poeta logra el efecto poético en un texto redondo.

     “Adiós deseos” canta a los recovecos de lo humano, un poema donde los “personajes” son los sueños, la confianza, las dudas, la desconfianza. “Canción al recuerdo que habita” es un homenaje personal de contenida emoción, en el cual el sujeto lírico busca lo que no puede encontrar (“Persigo un olor a cuerpo que no existe”); un gran logro, sin duda. “No volverás a visitar New York”, por medio de describir los lugares visitados por el ausente, logra trasmitirnos la nostalgia de la poeta; se trata de versos escritos con mucha sabiduría poética, porque consigue hacernos sentir lo que la autora siente —y ya sabemos lo difícil que esto resulta—: la extrañeza de que quien pisó esos sitios no volverá y el dolor de quien escribe a causa de ello.

     Quiero citar en su totalidad el poema “En la puerta de un antiguo cementerio”, por la sencilla razón de que el texto lo merece.

 

Aposté al sol y me salió la luna,

la oscuridad que cubre el llanto

de los que gimen y escuchan

sin poder encontrar al fin un refugio. 

 

Siempre pensé que eras muy pequeño,

modesto cementerio del bajo Manhattan.

Tan antiguo como la historia de tus moradores,

viejo, mohoso y de lápidas desteñidas.

Atrapado entre el tráfico y rascacielos enormes,

te puse en duda como paradero de un final honroso.

En más de una ocasión pensé en tus residentes.

Me preguntaba si no habría un lugar más digno,

por el tema del silencio y el descanso eterno.

Hoy te pido que confundas mis cenizas 

entre los tuyos. Ando vacilante y errante,

vengo del fuego, locura desgajada del cielo,

víctima del no sé qué y del no sé quién.

Estoy confundida en muchas cosas.

Sólo sé que soy parte de esta isla

con el olor y el nombre de una Gran Manzana.   

                 

     Hay aquí una feliz imbricación entre lo externo y lo íntimo; la visión del camposanto desata emociones profundas. Se eleva lo común a otro plano; como dice mi amiga Margarita Báez, convertir lo cotidiano en sublime y viceversa. Siempre he pensado que los cementerios son tremendamente poéticos. Ya Valery dio muestras de todo el partido que la poesía puede sacar de este tema. Siempre he pensado también que, mientras más humildes y hasta abandonados, más reina la belleza en estos lugares.

     Sirva este poema que acabo de citarles para poner punto final a estas palabras sobre un libro que, al hablar de la muerte, es un homenaje a la vida.  

 


Volver